Ola de calor

Había pensado, a comienzos de marzo, que en Buenos Aires habíamos tenido un buen verano. Sin calores extremos, al menos no muy extensos. Incluso varios días frescos de esos que son muy cómodos para pasar las vacaciones en la ciudad más grande del país. Pero el clima tenía una sorpresa guardada y decidió romper récords de temperatura en marzo.

No tengo nada en contra del clima por supuesto. No tendría ningún sentido. Millones de variables interactúan en un sistema dinámico muy sensible a los aleteos de cualquier mariposa. Además, las ciudades modernas nunca se pensaron mucho para minimizar el impacto de las temperaturas extremas. La solución para el calor insoportable suele ser instalar incontables equipos de aire acondicionado.

Tampoco tengo nada en contra de la idea de usar aire acondicionado. Sí entiendo que hay que usarlo con responsabilidad, idealmente en un país cuyo sistema eléctrico pueda sostener la demanda bestial de energía que esta comodidad implica. Me hace un poco de ruido, claro, agarrar el calor que hay en las distintas habitaciones de los distintos hogares y escupirlo hacia una ciudad que ya está muy caliente.

No pretendo ahora pensar cuánto pesan, ese calor que los equipos de aire acondicionado sacan hacia afuera y el calor que disipan mientras funcionan, en la temperatura registrada en la ciudad por meteorólogos profesionales. Seguramente sean parte del problema, como la falta de permeabilidad del suelo o varios arroyos que fluyen por debajo de la tierra perdiéndose la oportunidad de absorber algo de calor a su paso.

¡Pero sí tengo algo contra la ola de calor! ¿Cómo decidieron los profesionales de la meteorología llamar a esto ola de calor? Si hubieran ido alguna vez de vacaciones a la costa sabrían que una ola viene y se va. Incluso un tsunami, una ola de amplitud demencial, se va. Si el calor llega a la ciudad un día y todavía una semana más tarde sigue ahí, no hay ninguna ola.

La temperatura ya va a bajar. El tema es cuándo.